Homilía pronunciada por: Mons. Fray Gabriel Enrique Montero Umaña.
Seguimos, ya desde anoche, saboreando (lo más que podemos decir) saboreando, tratando de masticar, tratando de digerir, esta extraordinaria noticia, esta alegre Nueva del nacimiento del Hijo de Dios en medio de nosotros y como uno de nosotros. Es algo que hacemos todos los años, pero cada año yo creo y espero, podemos saborear algo nuevo, podemos aprender algo nuevo, podemos sacar nuevas consecuencias, nuevas conclusiones y nuevas resoluciones para nuestra vida de celebrar la Navidad.
Es un misterio tan grande que nunca lo agotaremos, ¡eso está claro!, lo que nosotros entendemos de este gran misterio de la Encarnación es así… es lo más que entendemos de este gran misterio y así tan poquito, como lo entendemos, hemos creído en él. Hemos creído en él por pura gracia de Dios, porque no es ningún mérito nuestro, hay miles y miles y millones de gentes en el mundo que no creen en la Encarnación, no han recibido la gracia quizá, o bien, no han querido responder a esa gracia, les resulta muy difícil o les resulta imposible creer este gran misterio. Efectivamente es demasiado grande para la pequeñez del cerebro humano, demasiado grande para poder entenderlo así no más. Decíamos que no nos bastará toda la vida aquí en la tierra, como no nos bastará tampoco la vida en la eternidad, para seguir profundizando este gran misterio y para seguir entendiéndolo en toda su grandeza y en todas sus implicaciones.
Los profetas se encargaron de anunciarnos, de prepararnos para este día y hemos venido escuchando durante todo el adviento a los profetas y como dice hoy la segunda lectura, aquella lectura de la carta a los hebreos, en muchas maneras habló Dios a los hombres a través de la historia y en muchas maneras fue poco a poco hablándonos por medio de los profetas; sin embargo, hoy nos ha hablado en la persona de su propio Hijo, así hizo con nosotros, nos preparó por siglos, pues para que no estuviéramos del todo desprevenidos y los profetas hicieron todo su esfuerzo por anunciar la venida de un Mesías con todas las maravillosas características que se le atribuyen, que le atribuyen los profetas a ese Mesías.
Sin embargo, es evidente que los profetas se quedaron cortos, ¡se quedaron muy cortos!, ellos no pudieron ver todo, ellos no pudieron ver totalmente claro, un Mesías que vendría, un hombre extraordinario, vendría lleno del Espíritu de Dios, vendría a traer la paz, la justicia, a implantar la verdad y la justicia y el derecho, en fin, muchas cosas que nos anuncian acerca del Mesías, será llamado Hijo de Dios, en fin, ya hay alusiones en los profetas acerca de quién es el que va a venir. Pero se quedaron sumamente cortos, no pudieron llegar a la profundidad de este misterio, cuando llega el Mesías y nace entre nosotros, cuando por fin muere por nosotros y resucita por nosotros y nos da el Espíritu Santo, entonces, la Iglesia y la humanidad empezaron a entender el gran misterio que encerraba ese pequeño Niño de Belén, ese pequeño Niño nacido en un pesebre, porque no había campo para él, no había una posada para él, nacido pobre y sumamente humilde y con toda la fragilidad de un niño recién nacido, entonces empezamos a entender la grandeza de ese misterio y cómo los profetas se quedaron cortos, porque a la par de lo que nos dice hoy San Juan en su evangelio, en su prólogo, los profetas se quedaron totalmente cortos; ni siquiera los otros evangelios nos comunican esta verdad con toda su profundidad y toda su claridad.
Aunque ya en los evangelios, en los otros evangelios, ya está insinuada o dicha de forma muy rápida esta gran verdad, verdaderamente este era el Hijo de Dios. Pero lo va a decir con mayor claridad San Juan en el evangelio que acabamos de leer, la Palabra, es decir, el Verbo, es decir el Hijo mismo de Dios, es decir Dios como el Padre existía desde un comienzo, es decir, desde toda la eternidad, existía en Dios, existía junto a Dios y era Dios… ¡era Dios! Aquí está la gran novedad en todo esto. Y esa Palabra eternamente creada, engendrada por el Padre, y esa Palabra por quien fueron creadas todas las cosas, como nos dirá San Juan también en el prólogo hoy, por quien fueron creadas todas las cosas y sin el cual no se creó nada de cuanto existe, ese que era la imagen perfecta del Padre, el Hijo de su predilección, digamos así, esa Palabra quiso venir entre nosotros y poner su tienda entre nosotros, vivir entre nosotros y revestirse de nuestra misma naturaleza y ser uno de nosotros, nacer como nosotros, crecer como nosotros, etcétera, etcétera, incluso morir como nosotros.
Esas palabras de San Juan deben resonarnos a nosotros hoy y suficientes para meditarlas todo este día y toda esta semana y todos estos días de Navidad; la palabra clave del evangelio de San Juan hoy y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros y nosotros hemos visto su gloria, gloria que es la gloria misma de Dios, puesto que él es Dios. Ese es el mensaje que nos trae básicamente San Juan, sin embargo hay algo muy importante que nos dice hoy San Juan, que debe también ponernos a pensar mucho y casi que a llorar, dice San Juan: él vino a los suyos y los suyos no lo recibieron. La luz quiso brillar en las tinieblas pero los hombres prefirieron seguir viviendo en las tinieblas. Nos recuerda aquello que decía anoche que estaban buscando posada a ver dónde podía nacer el Niño y no encontraron ninguna posada, no había campo en ninguna de ellas y el Hijo del Hombre tuvo que nacer en un pesebre. No había posada para él. Lo dice también en otra manera San Juan, hoy, él vino a los suyos y los suyos no lo recibieron, excepto algunos que lo recibieron sí, y a ellos se les ha dado el poder de llegar a ser hijos de Dios.
Descubrimos también la razón de ser que él se haya hecho uno de nosotros, para que nosotros nos pudiéramos hacer en plenitud hijos de Dios. Se hizo como nosotros para santificar nuestra naturaleza, para levantarla, para elevarla, para dignificarla y para que nosotros pudiéramos llegar a ser en plenitud lo que Dios quiere, es decir, hijos e hijas suyos.
Pensemos hermanos que el mundo no ha recibido a Jesucristo, el mundo no ha recibido a Jesucristo, la humanidad tiene siete y pico billones de habitantes y los cristianos no llegan a un billón o estarán apenas más o menos por un billón. Quiere decir que la inmensa mayoría de la humanidad de Jesucristo no conoce nada o si ha conocido no quiere saber de él, no le interesa un Dios hecho carne, a millones y millones y millones de ellos esto les parece una monstruosidad, una cosa terrible, una cosa detestable de que Dios tome una carne humana, eso es imposible, eso es indigno de Dios y así los hombres han buscado mil excusas hasta hoy día, incluso los mismos cristianos que decimos creer en él, seguimos buscando excusas para no aceptarlo en nosotros y entre nosotros. Vino a los suyos y los suyos no le recibieron. La luz brilló en las tinieblas pero las tinieblas no lo aceptaron. Los hombres quisieron seguir viviendo en las tinieblas. Entonces hermanos yo les invitaría a que en este gran día de la Navidad, por una parte nos alegremos de la extraordinaria noticia de que Dios mismo ha nacido entre nosotros, de que Dios es un Dios cercano, de que Dios es un Dios que se identificó con nosotros, es un Dios que tuvo compasión de nosotros y un Dios que vive entre nosotros y un Dios que nos ama profundamente puesto que por nosotros entregó a su Hijo. Que nos alegremos con esa Buena Noticia, pero no dejemos de tener una cierta tristeza en el corazón por los miles de millones y billones de seres humanos que de Jesucristo no saben nada o no quieren saber nada. Hay muchos que no saben nada de él, sin culpa de ellos; hay muchos, pero muchos, pero muchos, que no quieren saber nada de él porque no les conviene.
Un Dios encarnado es un Dios muy peligroso, un Dios encarnado es un Dios muy incómodo, un Dios que se revela y nos dice cómo es él no podemos nosotros inventarlo, él ya nos dijo cómo es y quién es y como dice San Juan al final del prólogo a Dios nadie nunca lo ha visto, pero el Hijo Unigénito es el que nos lo ha revelado. Llevemos en el corazón una cierta tristeza por saber que tantos son los que no queremos aceptar su nacimiento, no para entristecernos demasiado, sino para que oremos más y hagamos más para que ese Mesías sea realmente conocido, aceptado y amado por todos. Así sea.