Pronunciada por Mons. Juan Miguel Castro Rojas, Catedral de San Isidro de El General
Jesús entra en Jerusalén para continuar el camino de la redención:
su Pasión, Muerte y Resurrección
Hermanos en Cristo Jesús:
Iniciamos el itinerario final de la conmemoración de la redención de la humanidad en el sacrificio pascual de Jesús, el Señor, el Ungido por el Padre para nuestra santificación. En diversas ocasiones hemos cuestionado por qué sufrimos y por qué sentimos tanto dolor en nuestra vida y, al preguntar a diversas personas, obtenemos respuestas tan particulares e incluso contradictorias. Ellas no llenan del todo nuestro cuestionamiento y somos tentados a rechazarlos con desprecio e incluso a cuestionar la misericordia de Dios.
Hoy al celebrar el domingo de Pasión, podremos encontrar una respuesta más convincente sobre el dolor y el sufrimiento humano. La pasión de Jesús es el principal referente sobre estas vivencias humanas y el por qué debemos asimilarlas con paciencia y amor.
Al asumir nuestra condición humana, menos en el pecado, Jesús siente lo que sentimos nosotros: dolor y sufrimiento y, muere con una muerte de Cruz, tal y como lo hemos escuchado en la segunda lectura de la carta a los Filipenses. La muerte en cruz es espantosa, dolorosa y sufriente a niveles que, era insoportable para los crucificados; experiencia que Nuestro Señor palpó a lo largo de su vida y, que podría sufrir tal y como fue anunciada por el profeta Isaías cuando señala al Siervo de Yahvé, y no me refiero a la cruz sino al dolor, al sufrimiento, a la humillación tal y como lo escribe en su libro, del cual, escuchamos la segunda lectura.
En la experiencia de la cruz, Jesús siente el dolor y en el sufrimiento clama al Padre que lo acompañe, que esté con El en ese momento y al recibir el silencio amoroso del Padre, exclama como el salmista: Padre, ¿por qué me has abandonado? Y así lo hemos recitado hoy. En verdad, ¿el Padre abandonó a Jesús a su suerte? Considero que no, sino que el salmo 21 era el anticipo de la pasión del Señor y Jesús es consciente de ello.
Los últimos minutos de la vida terrenal de Jesús son un tormento: dolor, sufrimiento, soledad, desnudez, abandono, humillación; pero aleccionadores para cada uno de sus seguidores, apóstoles, discípulos e incluso para quienes lo ofendían y lo crucificaron. Una estampa para meditar sobre nuestra vida y, sobre todo, nuestra vida cristiana. Porque hoy, muchas tendencias ideológicas nos separan de estas dimensiones de la vida y caemos en la falsa conclusión de que un cristiano puede vivir sin cruz. Una Iglesia sinodal y en salida sabe que toda evangelización implica cruz: anunciar el Crucificado; vivir el rechazo cuando llegamos a los hogares, a los pueblos; burlas y risas son el pan de cada día; pero, confiados en el Señor seguimos adelante en la búsqueda de la oveja perdida.
Al final de su suplicio, inclina su cabeza y exhala su último aliento. Al momento, un soldado exclama: Realmente era Hijo de Dios. Una confesión al final de la pasión y afirmando que Jesús, quien pasó haciendo el bien, sanando a los enfermos y perdonando a los pecadores, verdaderamente es el Hijo del Altísimo, el esperado de los tiempos.
Un hijo de Dios rodeado de dolor, sufrimiento y ¿por qué? Porque ama a su pueblo y cual cordero degollado se ofreció por todos de manera redentora, es decir, murió en lugar de cada uno de nosotros. Este domingo de Pasión nos deja la primera enseñanza: Jesucristo murió en lugar de nosotros; el inocente en lugar del culpable; el santo en lugar del pecador y, todo por amor y obediencia al Padre.
Hoy no estamos en el Gólgota junto a Jesús crucificado; estamos frente al altar del sacrificio eucarístico en el cual conmemoramos el Monte del dolor y del sufrimiento sin sangre, en las especies sagradas del pan y el vino y a la vez se lo ofrecemos al Padre como ofrenda preciosa y agradable a sus ojos, así lo proclamamos en el prefacio de la plegaria eucarística de hoy: “Cristo, siendo inocente, se entregó a la muerte por los pecadores, y aceptó la injusticia de ser contado entre los criminales. De esta forma, al morir, destruyó nuestra culpa, y, al resucitar, fuimos justificados.”
Hoy, la muerte dolorosa y sufriente de Jesús continúa en su Cuerpo Místico, que es la Iglesia, en cada uno de nuestros hermanos que es perseguido, aniquilado por su profesión de fe, entre ellos, nuestros hermanos nicaragüenses exiliados y encarcelados injustamente; así como hermanos que viven en tierra de misión y países regidos por dictadores y fundamentalistas religiosos contrarios a la fe cristiana. Además, cada uno de nosotros, al igual que Pablo, tenemos el “aguijón” que nos produce dolor y sufrimiento.
El triunfo final de Jesús sobre la muerte, cuando resucita, es hoy la motivación más sublime para entender nuestro dolor y sufrimiento y nuestra tarea de ser una Iglesia sinodal y en salida, con las puertas abiertas para recibir a todos los que sufren y sienten el dolor humano. Les invito a meditar en las enseñanzas, para nuestra vida de fe, de la celebración de hoy:
- El dolor y el sufrimiento, por amor verdadero, es redentor. Debemos continuar nuestro itinerario puestos en las manos del Señor y, al mirar al crucificado, recordemos que, al amar de corazón, tendremos un sufrimiento y un dolor diferente.
- Como cristianos, no debemos abandonar la cruz; al contrario, asumirla con amor y devoción para enseñarle a los demás que vale la pena ser un buen cristiano y auténtico seguidor del Crucificado.
- Ser auténticos con nuestra vida cristiana; evitar la doble moral; cumplir con nuestro compromiso bautismal y ser una persona de bien para todos.
Al concluir esta homilía, deseo, con un corazón sincero, que las fiestas pascuales nos den una nueva manera de ser; de vivir el Evangelio y de ser una Iglesia sinodal y en salida con la esperanza de construir ese Reino de Dios que tanto anhelamos para el bienestar de todos. ¡Viva Cristo Rey! ¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! Amén.