Mons. Juan Miguel Castro Rojas – Obispo Diocesano de San Isidro
Queridos hermanos en Cristo Jesús:
Yo he venido a esta tierra con la ilusión del sembrador. Tirar la semilla en tierra fértil y que dé el ciento por uno para la gloria y la alabanza de Jesucristo entre sus hermanos. Este pensamiento episcopal nació en mi desde mi infancia, cuando recorría los senderos de los cafetales de mi tierra natal, el cantón de Naranjo, Alajuela. Ahí pude soñar con que, algún día repartiría, ya no la semilla del café, sino la semilla del Evangelio en una tierra desconocida, pero con la certeza, desde la fe, de que sería siempre amada por mí y me entregaría a tiempo y destiempo, como afirma el Apóstol Pablo.
Al principio fueron las parroquias donde ejercí mi ministerio sacerdotal y, hoy, por gracia de Dios, en una diócesis, cuyo patrono es un agricultor, Isidro, llamado el Labrador. Así como él, he querido sembrar el Evangelio entre mis hermanos y fieles a mí encomendados por el Santo Padre, el Papa Francisco.
Por eso, decidí que la novena en honor a nuestro santo patrono se realizara en diferentes parroquias, cuyas actividades agropecuarias, empresariales y turísticas recibieran la bendición de Dios y fueran escenarios para evangelizar y propagar la Buena Noticia en estos tiempos tan difíciles que vivimos, especialmente los costarricenses.
Y, hoy, desde nuestra amada Catedral y gracias a los medios de comunicación locales, especialmente nuestra emisora Radio Sinaí, quiero dirigirme a todos ustedes mi querida Diócesis de San Isidro para darles un mensaje de Jesucristo y su Iglesia, en este día solemne de nuestra fiesta patronal diocesana.
Al recorrer los caminos de las parroquias visitadas en estos días; al escuchar a mi pueblo; al mirar las diferentes situaciones laborales; al contemplar el esfuerzo de decenas de trabajadores; pensaba cómo San Isidro, en su tiempo, trabajó y oró por sus necesidades, las necesidades de los demás, por sus cosechas y los frutos de la tierra de sus paisanos y en el silencio de mi viaje apostólico, los tuve a todos presentes en mis oraciones. Y hoy lo culmino elevando entre el cielo y la tierra el cáliz de bendición y el pan de vida, en esta solemne celebración eucarística presidida por mí, concelebrada por mis hermanos presbíteros y reunidos en comunión con todos ustedes, mis fieles hijos, aquí presentes y quienes están a través de la radio y las redes sociales.
En la oración colecta hemos pedimos al Señor: «concédenos que el trabajo de cada día humanice nuestro mundo y sea también una plegaria de alabanza a tu nombre.» Dos pensamientos que van de la mano, como dirían nuestros abuelos: A Dios rogando y con el mazo dando.
Que el trabajo humanice nuestro mundo. Sí. El trabajo que miré, desde la tierra hasta el mar, desde la oficina hasta el negocio de la esquina del barrio, todos con el sudor de la frente para satisfacer las necesidades básicas de las personas, las familias, las comunidades. Pero falta mucho para este deseo de humanización, pues se carece de estímulos adecuados de parte del Estado Costarricense para tener una producción digna y con precios justos, así como su mercadeo; se carece de un reconocimiento social del valor de nuestros agricultores, productores pesqueros, emprendedores y trabajadores de los diferentes oficios y profesiones. Tareas pendientes y que, como su Pastor, debo insistir mucho, pues soy la voz de un pueblo que clama y pide justicia para quienes les dan de comer y beber a miles de costarricenses.
Que sea también una plegaria de alabanza a tu nombre. Sí, pues solo el Señor merece la alabanza de sus hijos. Yo el primero, pues mi misión episcopal es siempre estar adelante, mostrar el camino y discernir lo que les conviene a mis ovejas, tarea que prometí cumplir a cabalidad el día de mi ordenación en este mismo templo. Por eso, en esta celebración alabemos al Señor por los bienes que todos tenemos, desde el terreno donde producimos nuestros alimentos hasta la empresa o institución donde laboramos de manera responsable y oportuna, y siempre demos gracias a Dios por ello.
La liturgia de la palabra proclamada nos exhorta a dar gracias a Dios, no con sacrificios superficiales o externos, sino tal y como nos lo recuerda el profeta Miqueas, quien interpela las decisiones de los hombres con relación a su justificación ante Dios. Él nos dice: no son los sacrificios lo que agrada al Señor sino la práctica de la justicia, la lealtad y la humildad. Cualidades de un cristiano de ayer, hoy y siempre.
La justicia, especialmente la distributiva, es decir, compartir con el necesitado los bienes poseídos, una experiencia de la Iglesia Primitiva y que hoy estamos llamados a vivir en todos los escenarios de nuestra vida laboral, agrícola, entre otros ámbitos.
La lealtad, una actitud humana que el Señor desea en doble vía: hacia el Dios de Israel y hacia las personas que nos rodean. Hoy la lealtad hacia Dios está en crisis, pues muchos desprecian sus preceptos, sus mandamientos y están viviendo ideologías contrarias al Plan de Dios como el apoyo al aborto, a la eutanasia, a modelos de familia cuestionables y comportamientos afectivos con serias consecuencias para la persona e incluso ofreciendo contenidos inconvenientes para los niños y adolescentes. Y la lealtad hacia las personas que nos rodean está entre dicho, pues muy pocas personas confían en los demás, se sienten traicionados, utilizados y marginados por lo que son, pues los consideran inferiores, desechables y hasta estorbosos, como son los enfermos, los ancianos, los abuelos, las personas en condiciones de salud muy lamentables e incluso ha generado el incremento de la violencia, asesinatos y pérdida del sentido de la vida que lleva a muchos al suicidio.
La humildad. Esta virtud es sencillamente el reconocimiento de que el Señor es nuestro Dios y su palabra es veraz como siempre ha sido. Vivir la humildad es compartir lo que soy, no lo que tengo. Y lo comparto con Dios y con mis hermanos de una manera transparente y profundamente espiritual. Sin embargo, hoy la soberbia, la prepotencia nos aleja de Dios y de los demás. Sed humildes y mansos de corazón, dice el Señor.
La liturgia de la palabra también nos exhorta a reconocer con el salmista cuándo se es dichoso: cuando se vive la justicia, la lealtad y la humildad amando y practicando la ley de Dios porque seremos como un árbol plantado junto al río, que da fruto a su tiempo y nunca se marchita. Pensemos si verdaderamente estamos dispuestos a vivir con esta dicha y alegría para que el mundo nos mire con admiración y pueda exclamar: Verdaderamente es dichoso porque el Señor está con él.
Pregunto: ¿Basta vivir la justicia, la lealtad, la humildad y cumplir los mandamientos para vivir hoy y siempre en el Reino de Dios y esperar al final de nuestra vida, la vida eterna? A la luz del Evangelio de San Mateo proclamado hoy, la respuesta es muy sencilla: Si se hacen para cumplir la voluntad de Dios ¡Sí! De lo contrario, sería una mal idea porque no se pondrían en práctica. Así pues, hagamos del mensaje de Jesús un estilo de vida… ¿No fue esto lo que hizo San Isidro Labrador? ¿Aplicó en su vida diaria la voluntad de Dios?
Mis queridos hijos, por eso, la Iglesia, a través de sus santos, nos recuerda que los valores del Reino de Dios, es decir la voluntad del Padre, se pueden vivir e implementar en nuestra vida, nuestra familia, como personas y como sociedad. San Isidro Labrador los vive a plenitud, pues el escuchó y meditó la Palabra de Dios que hoy se ha proclamado; no fue ajeno a las exigencias evangélicas, pues incluso, mientras araba su tierra, oraba y, cuenta la historia, que hasta los ángeles le guiaban sus bueyes para que orara al Señor y meditara su Palabra. Todo un ejemplo para nosotros de ser un fiel seguidor de Jesucristo, su señor y Dios. San Isidro construyó una familia ejemplar, tomando como referente el trabajo y la oración. Al respecto el Papa San Juan Pablo II en su encíclica sobre el trabajo humano, en el número 10, resalta este aspecto: «El trabajo es esencial en cuanto representa la condición que hace posible la fundación de una familia, cuyos medios de subsistencia se adquieren mediante el trabajo. Trabajo y laboriosidad condicionan a su vez todos el proceso de educación dentro de la familia, precisamente por la razón de que cada uno se hace hombre, entre otras cosas, mediante el trabajo.»
De ahí que el trabajo condiciona también el proceso de desarrollo de las personas, porque una familia afectada por la desocupación corre el peligro de no realizar plenamente sus finalidades. Una amenaza constante contra nuestros trabajadores.
Por tanto, tenemos una tarea todos nosotros. Una en común: orar y trabajar. Otras de acuerdo con cada condición, vocación y carisma laboral de quienes formamos nuestra diócesis y, si todos las cumplimos a cabalidad, nuestra región Brunca será una tierra de promisión. Intentemos hacer realidad este proyecto.
Pidamos pues, a San Isidro, a Santa María de la Cabeza, su venerable esposa, a la Madre de Jesús, María Santísima que intercedan por nosotros y logremos obtener siempre los frutos de nuestro trabajo para el bienestar de todos. Amén.