Homilía pronunciada por: Mons. Fray Gabriel Enrique Montero Umaña.
Queridos hermanos y hermanas, celebramos hoy un año más la Misa Crismal con el clero de nuestra Diócesis de San Isidro y con todo el pueblo santo de Dios, pueblo sacerdotal del cual venimos y al cual servimos. Como bien sabemos, la Misa Crismal tiene un carácter eminentemente bautismal pues en ella se consagra el Santo Crisma para ungir a los que son bautizados, y en la cual también se bendice el óleo para los catecúmenos y el óleo para la unción de los enfermos. De este modo la Iglesia prepara el camino para que en la Pascua se puedan celebrar los sacramentos de iniciación cristiana: Bautismo, Confirmación y Eucaristía.
A la luz de la Palabra de Dios que nos ha sido proclamada en esta celebración, nos parece justo hablar, antes que nada, de la condición sacerdotal del pueblo de Dios, o sea, del sacerdocio común de los fieles. En la primera lectura ya se nos dice, hablando de un pueblo oprimido, pero consolado gracias a la acción del Siervo: “Ustedes serán llamados sacerdotes del Señor; ministros de nuestro Dios… Cuántos los vean reconocerán que son la estirpe que bendijo el Señor”. Y en el texto del Apocalipsis, hablando de Jesucristo el testigo fiel, encontramos estas palabras: “… aquel que nos amó y nos purificó de nuestros pecados con su sangre y ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes para su Dios y Padre”. Estas afirmaciones se refieren a todos los miembros del pueblo de Dios sin diferencia alguna. La Iglesia afirma que hay de hecho una distinción de grado entre el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial, pero eso no debilita en nada la dignidad del sacerdocio que todos los fieles ya reciben en su bautismo. El sacerdocio común de los fieles y sacerdocio ministerial se necesitan y se complementan el uno al otro. Los sacerdotes ministeriales antes de serlo han sido sacerdotes por el ministerio común. El sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio común; quiere decir que el uno no puede existir sin el otro, al menos según el orden de la economía de la salvación tal como la ha querido el Señor.
¿Cuál es la diferencia esencial entre estos dos tipos de sacerdocio? Mientras que el sacerdocio ministerial existe especialmente en función de la consagración del pan y del vino que se transforman en el Cuerpo y la Sangre del Señor, el sacerdocio común existe para la consagración a Dios de todas las realidades terrenas según el proyecto del Reino de Dios. Ni el sacerdote ministerial puede consagrar las especies eucarísticas si no es en la fe y la caridad del pueblo de Dios, ni el pueblo laico podrá consagrar a Dios y santificar en su nombre las realidades del mundo, si no es con la fuerza que viene de la Eucaristía. En la Celebración Eucarística se juntan las acciones de estos dos sacerdocios para la realización de un solo acto de fe y de una sola obra redentora confiada por Cristo a su Iglesia.
Los sacerdotes ministeriales y los fieles laicos tenemos una tarea en común, y es aquella de la que se nos habla hoy tanto en la primera lectura como en el evangelio: con el poder del Espíritu del Señor que está sobre nosotros: “ …llevar la buena nueva a los pobres, … anunciar la liberación a los cautivos y la curación de los ciegos, … dar libertad a los oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor”. Una vez más, aquí se habla sin distinción de todos los seguidores de Cristo, de todos los que formamos parte de su Pueblo. Hermanos y hermanas, ¡qué hermosa tarea la que tenemos en común y cuánto debemos ayudarnos unos a otros para llevarla a cabo. Ministros ordenados y pueblo sacerdotal estamos llamados a ser buena noticia para todos, especialmente para los pobres y más desaventajados; todos por igual llamados a vendar las heridas, a consolar a los afligidos, a colaborar para que todos abran los ojos a la verdad, a trabajar por la paz y la reconciliación de nuestros hermanos, a practicar la misericordia con quienes son víctimas del pecado o de las injusticias cometidas contra ellos o ellas.
Pensemos ahora en la maravillosa tarea que es específica y única a los sacerdotes ministeriales. El más grande don recibido por el sacerdote es sin duda el de poder consagrar el pan y el vino a fin de que se transformen en el Cuerpo y la Sangre del Señor Jesucristo. Este solo regalo debería ser suficiente para que no faltemos a la tarea de ser santos. Esto es lo que más nos identifica con Jesús Sumo Sacerdote de la nueva y eterna alianza, no sólo en el momento de la Celebración Eucarística o de la consagración, sino en la diaria inmolación con él a través de todo el desempeño de nuestros diarios deberes, aun los más pequeños, tediosos y hasta desagradables. Creo no equivocarme al decir que la consagración por el Reino de Dios de nuestra afectividad y de nuestra sexualidad a través del celibato, junto con todas las privaciones que ello conlleva y que tocan algunas de las fibras más delicadas de nuestra persona, es la que más parecido tiene con la inmolación de amor que hizo el Señor por nosotros al Padre. ¡Y saber que también nosotros lo hacemos por amor, por amor a él y por amor al pueblo a quien estamos llamados a servir!
Único del sacerdocio ministerial es el poder de otorgar el perdón sacramental a quien por el pecado se ha separado de Dios y ha herido al cuerpo de la Iglesia. Como decían bien los adversarios de Jesús: “¿Quién puede perdonar pecados sino solo Dios? ¿Cómo podemos nosotros y otros estar seguros de haber recibido tan sagrado poder si no es por los efectos que el sacramento de la reconciliación produce en los penitentes? Y qué consuelo más grande es saber que cuando nosotros tomamos el lugar del penitente y necesitamos la absolución de nuestros pecados, encontramos siempre cerca un hermano sacerdote que nos tenga compasión y sea para nosotros ministro del perdón. ¿Y qué decir del ministerio maravilloso de poder celebrar para nuestros hermanos en la fe los demás sacramentos de la salvación? ¿Quiénes somos nosotros para hacer hijos de Dios por el bautismo a niños y adultos, miembros del Cuerpo de Cristo y templos del Espíritu Santo? ¿Y qué decir del gran consuelo que representa la Unción de los Enfermos para nuestros hermanos heridos por la enfermedad, o bien debilitados por las afecciones de la edad que nos anuncian una muerte cada día más cercana?
Sin embargo, no menos santa e indispensable es la misión sacerdotal de nuestros hermanos laicos. Ellos ejercen su sacerdocio cuando participan en la Celebración Eucarística y en todos los demás actos litúrgicos de la Iglesia. Debemos reconocer el valor sacerdotal que tiene engendrar hijos para esta tierra, miembros de una familia y dones para la humanidad. Los laicos son sacerdotes cuando se dedican con amor y pasión a su trabajo diario cualquiera que éste sea: el campo, en la fábrica, la enseñanza, la cocina, el comercio, la política, etc.
El sacerdocio común tiene un efecto seguro cuando los laicos consagran a Dios todas esas realidades que son propias de su condición, haciendo que el mundo se santifique y sea redimido en la Sangre del Cordero que quita los pecados del mundo. ¿Y cómo no hablar del valor sacerdotal de los dolores y las tribulaciones propios de una vida económicamente estrecha, de los sufrimientos que conlleva una infidelidad matrimonial, de la preocupación por un hijo extraviado, del tener que hacerse cargo, de los nietos que nacieron fuera del matrimonio o que quedaron abandonados por sus propios padres? En fin, si la fe y el sacerdocio común no tienen un papel que jugar en todas estas vicisitudes de la vida, entonces o la presencia de los laicos en la Iglesia es inútil, o el Señor Jesucristo no estaría redimiendo la parte más numerosa y más importante de su pueblo.
Cincuenta años después de concluido el Concilio Vaticano II, aún es poco frecuente que se enseñe y se predique suficientemente sobre este tema. Nuestros laicos no estaban acostumbrados a pensarse y a actuar en su plena condición de sacerdotes. Hay mucho terreno por caminar antes que los miembros de la Iglesia, sacerdotes y laicos, lleguemos a cobrar plena conciencia de la dignidad y santidad de ambos sacerdocios. Los fieles laicos han sido en muchos casos simples servidores del “padrecito”, llamados a obedecerle en todo y a asumir tareas que no les corresponden. Los sacerdotes ministeriales estamos llamados a valorar el sacerdocio de los fieles y a descubrir, junto con ellos, su lugar propio en la Iglesia, promoviendo su formación, fomentando sus carismas, escuchando sus opiniones, y aceptando su valiosa colaboración.
Por lo que se refiere al sacerdocio ministerial, los laicos deben ayudarnos a cobrar plena conciencia de nuestra dignidad y a vivirla en su plenitud; no olviden la profunda admiración y gratitud que deben sentir hacia sus sacerdotes; traten de comprenderlos en sus desvelos por el ministerio y en sus deseos de cambios necesarios; acuérdense de orar siempre por ellos y de ofrecerles todo apoyo posible en la conducción de la gran tarea de la evangelización. Recordemos los sacerdotes, especialmente quienes estén en parroquias, que una de sus principales tareas es la de establecer con los fieles laicos una relación de verdadera amistad, basada a la vez en la confianza y el respeto; una confianza indebida es ya una falta de respeto.
Termino pidiendo y rogando a nuestros sacerdotes que en todo lo que asumamos como responsabilidad dentro de la diócesis, demos siempre lo mejor de nosotros mismos pues es mucho y muy santo lo que hemos recibido. Por nuestra ordenación tenemos la obligación del rezo completo de la Liturgia de las Horas. No dejemos la oración litúrgica y personal diaria sin la cual nuestra vida será poco menos que un vacío espiritual abocado a la total esterilidad pastoral. Pongamos en la Celebración Eucarística y en todas las celebraciones alma, vida y corazón para que, por nuestro medio, todos los fieles sientan a Dios cercano y se beneficien de su acción salvadora. Que a todos el Señor les dé su paz y les guarde en su amor para siempre.
+ Fray Gabriel Enrique Montero U.